Si lo de consumo, luego existo es el principio que sustenta el sistema en el que sobrevivimos, entonces todos somos víctimas propiciatorias del marketing.
Música estimulante en las tiendas de ropa, para que todos nos creamos el chico de Martini o Carrie Bradshaw ensayando posturitas frente al espejo del probador; o series televisivas con los decorados más repletos de marcas que el maillot de un ciclista.
Todo vale con tal de transformarnos en perritos de Pávlov, salivando ante la posibilidad de fundir la tarjeta de crédito; y en cuestiones de libros no tenía porque ser menos. Según relata la revista Journal of Enviromental Psychology, durante diez días un equipo de investigadores de la Universidad de Hasslet, puso en práctica en una librería belga un experimento de lo más peculiar.
Consistió en pulverizar aroma a chocolate en determinadas secciones temáticas de la librería, y comprobar si esto afectaba al incremento de las ventas. Y así fue según los resultados del estudio, sobre todo en lo relativo a libros sobre alimentos y novelas románticas. Todo bastante previsible, la verdad.
Pero como siempre, la noticia nos sirve para plantearnos una reflexión: ¿qué efecto tendría en nuestras estadísticas de préstamo adoptar este sistema de marketing olfativo? Lo tenemos fácil si recurrimos a algunos de los perfumes de los que ya hablamos en Drogas de tapa dura o en Je t’aime moi non plus 2.0, pero si Isabel Coixet lanzaba aquello de ¿a qué huelen las nubes? en un spot de compresas, nosotros nos preguntamos: ¿a qué deberían oler nuestras colecciones según su contenido?
Dulce fragancia de caramelo para la sección infantil, el vigorizante aroma de los cítricos para la sección de deportes; el recio olor a madera y tabaco para empresarios y política; el olor a dinero recién impreso para la sección de negocios; raíces y tierra para la filosofía; fragancias marinas para la literatura de viajes; o un deseo, más que una realidad: el rancio olor de la naftalina para la mala literatura.
El problema sería que los conductos de ventilación de nuestras salas confundieran los aromas, provocando
Pero como de chocolate hablábamos, este post quiere impregnarse de tan exultante aroma, al que en estas tórridas fechas se recomienda acompañar de cremoso helado. De ahí que cerremos con Tom Waits, cuya voz (sumergida en bourbon, ahumada y aplastada por un coche, como la describió un crítico) suena increíblemente fresca y hasta un punto dulce, en su clásico Ice cream man (El hombre de los helados) y decididamente marciana, en este vídeo en el que la juventud vuelve a bailar.
3 comentarios:
Seriamos entonces adictos y sería otro problema para la Seguridad Social.
El único peligro de leer mucho es el adelanto de la presbicia, así que el gasto sería en gafas. Pero qué dulce adicción...
Publicar un comentario