miércoles, 12 de agosto de 2015

Egosurfing (o qué poco hemos cambiado)


Llucia Ramis ganó el premio Josep Pla de novela 2010 con Egosurfing. Una novela con un título oportuno, y un estupendo diseño de portada. Egosurfing, según la Wikipedia, consiste en la práctica de buscar el propio nombre en buscadores de Internet para localizar referencias, y así (si todo va bien) masajearnos un poco el ego.

La protagonista de la historia escribe libros de autoayuda, lo cual también resulta muy acertado para el retrato generacional que Ramis lleva a cabo. Si algo caracteriza por encima de todo, el momento que estamos viviendo, es la infinita capacidad que tiene esta época para empujarnos a mirarnos obsesivamente el ombligo.

Seguro que habrá alguna teoría sociológica, filosófica o psicológica: que argumente que en una economía de mercado feroz en la que el consumo se alimenta de nuestras inseguridades, anhelos y deseos (manipulándolos): sea inevitable que la apariencia de socialización que ofrecen las redes, se utilice para intentar reforzarnos frente a los demás, para valorizarnos inventando vidas paralelas, tal cual como hacen los famosos.

Panel perteneciente a la exposición itinerante de la BRMU:
Esto no es un cómic


En la década de los 60, cuando el desarrollismo favoreció el crecimiento de esa clase media que tan vapuleada se encuentra ahora; en más de un tebeo Bruguera, que tan certeramente retrataban al españolito de a pie: un chiste habitual en estas fechas veraniegas, era el de la familia que se encerraba en su piso, bajaba las persianas y vivía clandestinamente durante el mes de agosto, para así hacer pensar a los vecinos que ellos también se iban de vacaciones. Décadas después, el aparentar lo que no se es, o maquillarlo está más fácil que nunca gracias a Internet.



Antes incluso de volver de vacaciones o de viaje, ya es un hábito el subir fotografías de dónde nos encontramos para que todos nuestros contactos puedan comentarnos la envidia que sienten. Los creativos publicitarios han sabido desde siempre explotar con maestría o burdamente (pero casi siempre con buenos resultados) nuestras pulsiones más básicas; y así campañas publicitarias basadas en la envidia, hay miles.


"Envidia" anuncio de la marca de automóviles BMW


Pero volviendo al ámbito digital, el vecindario que nos juzga ahora a través de las redes sociales es enorme y en muchos casos, anónimo; y sin embargo, casi nadie renuncia a estar presente en las redes. El refuerzo positivo de un Me gusta o un retweet, causa adicción; y de ahí a que algunos quieran rentabilizar nuestras aficiones-adicciones hay sólo un paso.

En el interesante artículo El enfermo virtual de Virginie Bueno, publicado en la edición española de Le Monde Diplomatique, se recorren los diferentes momentos por los que ha pasado la denominada adicción a Internet, a la hora de ser considerada como una patología catalogable dentro del, cada vez más voluminoso, DSM-5 (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales). En los últimos tiempos, la denominada "Biblia de los psiquiatras" es cada vez más cuestionada, y lo que cuenta Virginie Bueno respecto a la inclusión o no de la adicción a las redes en el famoso vademécum, no parece que vaya a disipar las dudas que muchos profanos y especialistas plantean ya abiertamente sobre el DSM-5.


Ilustraciones de Jean Jullien sobre nuestras ciberadicciones


Algunos de los argumentos que se esgrimen para considerar si la adicción a Internet se puede considerar algo patológico o no, se dirimen atendiendo al hecho de si las horas de navegación se dedican al trabajo o al ocio; si se da el segundo caso, el riesgo de trastorno mental se agudiza. Curioso, ¿no? Si producimos, por horas que le echemos, no estamos enfermos; pero si lo hacemos por ocio, puede que estemos enfermos.

Pero como estamos en verano, y en la mayoría de medios impresos proliferan test de las más diversas naturalezas como sinónimo de algo liviano, en este blog no vamos a ser menos. Puestos a echar el rato, vamos a por un test. El test de Orman o test de dependencia a Internet, se supone que mide el grado de ciberadicción que se sufre. Aquí traducimos algunas de las preguntas que conforman el test  (el test completo para quien quiera autodiagnosticarse en este enlace):

  • ¿Pasa más tiempo conectado a Internet, del que había pensado en un principio? (el internauta que conteste negativamente a esta pregunta, resultará sospechoso de ser más falso que Judas)
  • ¿Le molesta limitar el tiempo que pasas conectado a Internet? (¡a la mesa!… ¡he dicho que a la mesa!!!!!…¡el día menos pensado corto el wifi y os vais a enterar!) 
  • ¿Le resulta difícil permanecer sin estar conectado por unos días? ("hotel de montaña con wifi", ¡Y una chufa!. Ahora mismo los hundo con un comentario en su web. Pero antes, a ver cuántos han compartido lo que puse antes de irme….¿nadie?, ¿por qué?, no lo comprendo, si era muy bueno. La próxima vez publico algo con gatos)
  • ¿Existen áreas de Internet, sitios específicos, difíciles de evitar? (¿qué querrán insinuar con sitios difíciles de evitar??? Ejem, no entiendo esta pregunta, no sé a qué se refieren) 
  • ¿Tiene problemas para controlar el impulso de comprar productos o servicios relacionados con Internet?  (en nuestro caso, si son libros, películas, cómics o música. Decididamente sí. Es una forma de justicia poética: usar lo digital para fomentar lo tangible)



Y echamos de menos una pregunta, las más vergonzante de todas, que no deberían haber olvidado incluir en este test: ¿Practica el egosurfing?

Si acaso fuera posible aplicar este test al blog de una biblioteca, tendríamos que reconocer ante esta última pregunta, que claro que sí. No podemos evitar ser vanidosos, y cualquier mención o enlace en web ajena a nuestra biblioteca, nos hace felices. Pero mientras seamos capaces de empatizar con la protagonista de este vídeo, y no con los que la rodean: no empezaremos a preocuparnos de verdad.


miércoles, 5 de agosto de 2015

¿Biblioteca o discoteca?


Si había una anécdota habitual cuando no imperaban los móviles tanto como ahora, y de la que casi ninguna biblioteca se libraba: era la de la llamada telefónica al fijo de algún usuario, que éste no se encontrara en casa; y nos atendiera algún familiar con problemas auditivos. La confusión entre biblioteca y discoteca era todo un clásico: no sabemos si porque en la mayoría de los casos la afición del nieto o hijo era más proclive a las discotecas que a las bibliotecas; o porque a ciertas edades se añoran más las discotecas que las bibliotecas.

Como explica el lingüista aficionado Saul H. Rosenthal en su libro Todo el francés que usas sin saberlo, las palabras biblioteca, discoteca y disco (en este orden evolutivo) establecieron un auténtico baile desde su origen francés, hasta llegar a colarse en el inglés, y terminar implantando el término global de Disco, para referirse a los locales donde se baila al son de los ritmos de moda. Así que lo que contamos a continuación, tiene todo el sentido.

"La décima planta es para estudiar en silencio"

Ya hablábamos en Silencio de las Silent Reading Parties, algo que se hace en las bibliotecas desde la noche de los tiempos (leer en grupo en silencio) y que ahora adoptan bares y cafés. Por ello, resulta de justicia que ahora las bibliotecas nos apropiemos de lo que se hace en las discotecas: bailar y escuchar música (lo de ligar no hace falta que nos lo apropiemos, porque desde siempre la biblioteca ha sido un buen sitio para ligar, al menos en teoría).

Durante los últimos tiempos han sido varias las bibliotecas que han puesto en práctica lo de convertirse en una Discoteca silenciosa. Se trata de bailar al son de una misma música compartida, tal cual como mandan los cánones discotequeros: sólo que con unos auriculares puestos. No disponer de unos auriculares en este caso es realmente quedarse fuera de la fiesta; aunque también resulta de lo más curioso, observar a un nutrido grupo de usuarios sacudiéndose en silencio al ritmo del DJ, como en una película muda. Pero una imagen en este caso, sí que vale por mil palabras. La de la biblioteca de Powell en la Universidad de Los Ángeles, donde se celebró uno de estos eventos silenciosos, resulta de lo más elocuente:






Las Discotecas silenciosas, forman parte de los denominados Eventos silenciosos que de un tiempo a esta parte se han ido extendiendo, y haciendo surgir nuevas empresas que se dedican a organizarlos, allá donde los reclaman. En la BRMU queremos una desde ya, aunque probablemente después no caigan las críticas de un nutrido grupo de nuestros visitantes, que son extremadamente celosos sobre lo que debe ser una biblioteca; aunque pasen casi siempre de los servicios y actividades que organizamos.

Bibliotecarias rancias, como manda el canon,
vengándose en la calle a bordo del bibliobús


Recientemente, el escritor Gustavo Martín Garzo en su artículo Coleccionar silencios hablaba de la Biblioteca 10 de Helsinki, y de cómo su oferta de servicios incluye desde leer en hamacas, dormir la siesta, hacer negocios, bailar o tocar la guitarra; y que ha hecho que se incremente el número de usuarios del centro; arrinconando para ello, en algunos momentos, el sacrosanto silencio que se supone debe reinar en las salas de una biblioteca.

El silencio en las bibliotecas es un atractivo que no deberíamos perder en este mundo ruidoso, como denuncia Martín Garzo (y aún más en un país como el nuestro, tan poco respetuoso del control de decibelios). Pero para muchos de los estudiantes que en periodos puntuales, abarrotan nuestras salas: silencio es sinónimo de inmovilismo. Y de esta manera entramos en el eterno debate: ¿debemos coartar la puesta en funcionamiento de nuevos servicios, a causa de quienes infrautilizan nuestras instalaciones usándolas como simples salas de estudio?

Lo que nos jugamos al elegir entre una cosa u otra puede ser la irrelevancia absoluta de las bibliotecas en el siglo XXI; y eso, es algo que no podemos permitirnos. Encontrar el equilibrio entre pasado y presente, y sobre todo: saber transmitir a la gente que si el mundo ha cambiado, las bibliotecas no pueden dejar de hacerlo, son los grandes retos que tenemos las bibliotecas.

Tal vez así, la eterna duda existencial de todo joven que se precie sobre si ir a la biblioteca o a la discoteca, quede de una vez resuelta al poder bailar y estudiar en el mismo sitio. Y para cerrar, nada mejor que una escena de la simpática película Begin again (próximamente en nuestras colecciones) que viene muy a cuento. La pareja protagonista decide compartir sus gustos musicales a través de los cascos en su paseo por la ciudad. La imagen de los dos bailando a su ritmo en mitad de una discoteca, casa a la perfección con todo lo hemos dicho en este post.